Suena el
teléfono. Miras la pantalla del móvil y ves el nombre de quien te llama. No lo
coges. No te apetece que “esa persona” te complique la vida en este momento.
Siempre tiene una queja o problema que contarte. Hoy te has levantado un
poco contrariado. Has quedado para comer con tu amiga. Llegas a la cita y en
cuestión de minutos te das cuenta que tu estado de ánimo ha cambiado. Admiras
su entusiasmo y optimismo y, sobre todo, la capacidad que tiene
esa persona para transmitirte buenas vibraciones y hacerte sentir mejor.
Estas dos escenas describen dos situaciones distintas, pero con las que me atrevería a aventurar todos nos sentimos identificados. ¿Quién no ha huido alguna vez de esa persona que nos transmite “mal rollo” o quien no ha buscado refugio en esa otra persona que es capaz de contagiarnos su alegría? Porque las emociones se contagian, sean para bien o para mal.
Estas dos escenas describen dos situaciones distintas, pero con las que me atrevería a aventurar todos nos sentimos identificados. ¿Quién no ha huido alguna vez de esa persona que nos transmite “mal rollo” o quien no ha buscado refugio en esa otra persona que es capaz de contagiarnos su alegría? Porque las emociones se contagian, sean para bien o para mal.
LAS EMOCIONES SON COMO UN VIRUS
Tanto las buena vibración como la mala se contagia tan rápido como los virus de un resfriado, según apunta David Goleman en su libro Inteligencia social, donde menciona una serie de estudios que confirman que existe este contagio emocional. Uno de esos estudios demostró cómo las personas sometidas al experimento se iban contagiando de las emociones que veían en las fotografías, que se les mostraban, o de los individuos que entraban en contacto con ellas.
Todos podemos ser portadores y transmisores de estas emociones, aunque no siempre somos conscientes de ello. Hay que personas con habilidad para contagiar su tristeza, su mal humor, su envidia o egoísmo, al igual que hay otras capaces de impregnarnos de su entusiasmo e ilusión por la vida. Lo que sí nos resulta más fácil de identificar son los efectos que los otros dejan en nosotros.
Digamos que lo acertado sería saber protegerse de quienes son capaces de contagiarnos sus emociones negativas, lo hagan intencionadamente o no, y de compartir más tiempo con quienes irradian energía. Pero no siempre las emociones negativas son tan dañinas o inútiles para nosotros. Las emociones negativas, en su justa medida, también tienen su utilidad.
Pensemos en el miedo. Desde épocas ancestrales, sentir miedo nos ha protegido de depredadores y enemigos. La ansiedad es imprescindible para superar determinadas situaciones adversas, para reaccionar contra ellas para mantenernos en alerta o tensión. El dolor o la tristeza se pueden utilizar como trampolín para superar una situación.
Lógicamente, lo sano no es vivir de las emociones negativas, de hecho es importante controlar el tiempo que esas emociones están con nosotros. De ahí que, igual que necesitamos protegernos de ellas, también necesitamos establecer mecanismos para alejarnos de aquellas personas que son capaces de contagiarnos su ira, rabia o angustia y crearnos malestar.
Por otro lado, mostrar las emociones positivas siempre es más agradable, al igual que recibirlas porque se genera un ambiente más grato que beneficia a todos. De ahí, que sea más favorecedor rodearse de personas que nos hacen bien, que nos recargan de energía, que de aquellas que nos la arrebata.
Si
nuestro objetivo es disfrutar y ser felices en la vida, tendremos que intentar
rodearnos de aquellas personas que nos ayudan a conseguir esa meta.
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