martes, 24 de septiembre de 2013

LA PALMERA



El tío plantó la palmera en el antejardín pocos años después de construir su casa en un tranquilo barrio de La Cisterna. A veces salía a la calle y se empinaba para ver si sus ramas se asomaban ya por sobre la alta barda. Ahora me doy cuenta que era por eso; entonces yo lo miraba y me ponía de puntillas al lado de él, pero no entendía para qué.

La palmera creció y fue un punto de referencia para mi infancia poblada de fantasía y juegos a la pelota en la vereda del frente. Un día un compañerito de la primaria me apostó que podía subirse hasta la cima. En ese trajín se encontraba cuando mi madre apareció a los gritos increpando al atrevido mocoso que prácticamente cayó de alto abajo, poniendo vergonzoso fin a lo que podía haber sido una experiencia de proporciones épicas a la hora de la siesta.

Ya no existe. Cuando el tío Carlos murió, la casa fue vendida al vecino, un industrial que cuando se hizo rico codició aquella casa hasta que la consiguió. Echó abajo todos los queridos árboles del tío: el eucaliptus gigantesco del patio trasero, los álamos, el aromo al cual me subía para mirar desde allí la tele del vecino, mi níspero sagrado donde devoré Las mil y una noches y cantidades de nueces, manzanas y naranjas. Y por supuesto, tiró la preciosa palmera.

De aquella casa sólo queda la estructura principal. Todo lo demás cambió de forma y de estilo. A veces paso por el frente y me traspasa esa punzante sensación de la levedad de todo. Tantas cosas que parecían inamovibles, todas las certezas, las seguridades más profundas desaparecen a la velocidad de una transferencia bancaria o de un contrato roto discrecionalmente por una de las partes. Las lealtades se van por el caño, las amistades eternas se disuelven y no queda más que una carta, un libro que no se devolvió, un aroma a Odalisque.

Tengo esta inclinación a recordar desde que era niño, si es que por ahí están pensando que me está agarrando alguna demencia senil. Desde entonces me perturba lo frágil que es todo. Debe ser por eso que busco en todos los momentos de la vida algo singular, una imagen, un olor, una luz, una sensación que pueda recordar después cuando, sentado en mi terraza, busco una memoria que me salve del naufragio.

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